domingo, 22 de junio de 2014

Meribeth lee. Conclusiones sobre el entrenamiento de Laura Almela





Cuando se estudia una carrera universitaria siempre es difícil encontrar cómplices que no sean los mismos compañeros. Los médicos no se entienden con los arquitectos, los biólogos no se entienden con los filósofos y las escuelas de actuación no se entienden con nadie. El modelo internado militar que me tocó experimentar durante mis cuatro años de carrera me permite aseverar que no había espacio en mi mundo para otra cosa que no fuera el CUT. Las escuelas de actuación terminan convirtiéndose en una segunda casa; o más bien terminan por posicionarse como la primera casa, los compañeros se convierten en tu familia, en tu novio, en tus amigos, y los maestros, algunos, terminan por ser figuras paternales a las que uno recurre cuando siente que ya no puede más.
Eventualmente la escuela termina, el niño se va de casa, vuela del nido, y la relación con el maestro se re significa.

Laura Almela fue mi maestra de primer año. Y por lo tanto trabajar con ella seis años después me daba terror (¿he crecido en realidad? ¿soy la misma? ¿soy buena?). Mi relación con la actoralidad se ha construido así y ya lo manejo con naturalidad, siempre regresando a la inseguridad del primer año, a pesar de las experiencias, de los consejos, de las funciones. ¿Soy buena? ¿Soy buena? ¿Soy buena? ¿Mamá, soy buena?

Laura fue en más de un sentido “la madre” de mi generación; porque fue la primera en estar, en escogernos, en decirnos qué sí y qué no.

Es sano matar a los padres, es sano matar al maestro. Cuando veo a Laura hago un esfuerzo inhumano por matarla constantemente, pero quedo cautivada e impotente. Ella misma me aconseja dejar mi prudencia y cuando lo dice yo siempre pienso que no es que sea prudente, sino que la quiero tanto que cuando estoy con ella no quiero que se enoje conmigo y prefiero no hablar.
Durante mucho tiempo, desde que empecé a ser actriz y me di cuenta de que nadie leía y que no pasaba nada, me dio vergüenza leer.  Así que lo hago a escondidas. Yo leo con la cabeza y eso me gusta, pero resulta que no es del todo bueno, que el actor tiene que leer con el corazón. Para mí, leer cuando estoy muy cansada, se ha convertido en lo que es ver la tele para otros. El corazón descansa. Cosas de cada quién. Lo mismo me pasa con el cine.

La primera lectura de “Jesse y Meribeth” la hicimos juntas en su cocina. Me dio el libro y un plato de arroz con leche. Me cagué de miedo, sin duda. Pero leí. Conté lo que tenía que contar. La historia narra la relación entre dos amigas en la secundaria, Jesse inventa tener una relación amorosa con un hombre mayor y la broma termina por crecer hasta terminar con la amistad. Contarlo así reduce mucho la anécdota y deja mucho de lado. Pero a grandes rasgos de eso trata.

Laura me dio una versión más corta del cuento y me mandó a aprenderlo. Y me cagué de miedo porque no tenía tiempo. Igual fui buena alumna y estudié. Empecé a leer otros textos de Alice Munro y vi videos en youtube. La conexión con Munro no era casual. Algo tienen sus relatos que te abren mundos, que facilitan la lectura con el corazón y no dejan espacio para la cabeza.

Laura propuso un ejercicio interesante. Me pidió que llevara un objeto cotidiano que fuera importante para mí. Yo, banal como soy, escogí mi plancha para el pelo. Comencé hablando sobre su importancia en mi vida, cómo el tener el pelo lacio me hace sentir más flaca y cómo eso me hace ser feliz. El siguiente ejercicio fue continuar con el relato integrando en el discurso todos los otros pensamientos que se me cruzaran por la mente. “Laura me está viendo raro, la pared es azul, tengo hambre, no quiero estar aquí”.
Más tarde comencé a enunciar cosas que quería en ese momento, siempre partiendo del “quiero”: “Quiero estar sola, quiero verme en el espejo”. Y ahora los quiero se vieron intervenidos por el texto de “Jesse y Meribeth”. Eventualmente el texto de Munro terminó por tomar la voz principal y  “los quiero” se convirtieron en un apoyo. La idea del ejercicio es integrar completamente lo que a uno le pasa, no entrar a trabajar a pesar de uno mismo, si no con lo que uno tiene y piensa, con todos los distractores.
Haciendo confesiones íntimas, ese día, saliendo de casa de Laura, me puse a llorar camino al Metrobus. Estaba contenta.

La siguiente ocasión nos vimos en el CUT. Y me cagué de miedo. Hicimos una dinámica con sillas. De acuerdo a la silla a la me dirigía era el interlocutor al que me dirigía. Los dos personas que conocí y que había mencionado en mis ejercicios anteriores. Esta vez no todo salió tan bien, ni me sentí tan libre. Tal vez porque estaba en el CUT o porque era más temprano o simplemente porque la dinámica no funcionó tan bien conmigo como las anteriores.

Después de esto no nos pudimos ver más. Y me cagué de miedo, porque pensé que todo se me iba a olvidar. Mi relación con el texto se volvía de contentillo. Había días que veía todo más allá de las palabras y otras que me quedaba dormida o pensaba en otra cosa. Este proceso me dejó pensando muchas cosas sobre mi corazón y su apertura. Sobre el mantenimiento que le doy a mi sensibilidad. Cuando hablo de actuar hay momentos en los que el vocabulario termina por reducirse a abstracciones y metáforas. Me termino volviendo cursi. Y por más que exista técnica y teoría todo termina por reducirse a “el corazón no se me abre”. Después de todo un mes de trabajo con Laura Almela descubrí que mi corazón “anda acomodado”, “flojo”, “cansado”. ¿Qué hace el actor con eso, cuando el corazón dice no quiero? Estoy invertida, siento con la cabeza para no pensar con el corazón.

En nuestro último encuentro Laura me regaló un títere tejido de una yama de Perú. Un títere para un sólo dedo. Y me escuchó hablar sobre lo que yo consideré mis conclusiones. Le conté toda mi teoría y la entendió perfectamente. Estuvo de acuerdo y me dio sus propias conclusiones al respecto. Una de las mías es que realizaré un viaje, un largo viaje. Y otra, la más importante, es que es mejor descansar viendo cirugías plásticas en Discovery Home and Health que leer a Alice Munro con la cabeza en lugar del corazón. 

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